La historia de dos jóvenes que sufrieron quemaduras en su cuerpo y la casa de tatuajes Mandinga Tattoo les ofreció de manera gratuita tapar sus cicatrices.
Por Agustina Gonzalez
Los cuerpos de Nerea Zuk y Matías Lescano permanecieron casi veinte años esfumados. Agazapados sobre ropas que tapaban sus pieles y con la embestida de la mirada ajena. Con el miedo a la no aceptación, al odio, a la discriminación y a la soledad. Pero la propuesta de convertir su dolor en arte y hacer de esas cicatrices una obra, les permitió dar un giro de 180°. Sanar aquello que dolió durante décadas, que empezó cuando el fuego yacía sobre sus cuerpos pero no terminó cuando esas llamas se apagaron, sino que persistió todos esos años en los que el bullying y el destrato hicieron estragos con sus vidas. Dos historias cruzadas de resiliencia y perseverancia.
Nerea (29) tenía seis años cuando el 14 de febrero de 1998 salió de su casa en el barrio de Quilmes Oeste para jugar con sus amigas, la propuesta era hacer una fogata bajo un árbol al que recuerda gigante. Llevaba con ella una mochila en la que guardaba objetos que encontraba en su casa, entre ellos un encendedor y un perfume. “El fuego no prendía, entonces tiré un poco de perfume para avivarlo, ahí me agarró la mano, me explotó y me prendí fuego. En el momento no tomé conciencia de que me estaba quemando” dice. En ese instante atinó a correr hasta su casa. Cuando la madre la vio en llamas la tiró a la pelopincho que tenían en el patio, luego la taparon con unas mantas y al quitárselas, le arrancaron los pedazos de piel. Tenía el 50% de su cuerpo quemado. “Tuve quemaduras profundas de tercer grado y estuve casi cinco meses internada en el hospital del quemado de Caballito” recuerda.
Matías (32) estaba por cumplir 13 años cuando incendiaron su casa en Merlo, al oeste del conurbano bonaerense. A casi veinte años, le cuesta poner en palabras lo que le pasó la noche del 14 de mayo de 2001. “Toda mi vida oculté lo que me pasó y decía que fue un accidente, incluso dentro de la familia” confiesa. Lo cierto es que en medio de una separación, la pareja de su madre intentó matarlos. “El marido de mi mamá nos había encerrado y nos había prendido fuego del lado de afuera” dice y agrega “El fuego lo había iniciado del lado de mi habitación, era una trampa, la idea era que no salgamos, por eso estaban atadas las persianas del lado de afuera”. Entre la desesperación su madre pudo abrir una ventana y tirar a su hermana más chica que tenía siete meses. Matías dormía en su habitación con su cuñado y fue el último en ser rescatado. “Le dije a mi cuñado me arde, despertate. Sentí que se reventó el vidrio de la ventana, me tiré al piso y no me acuerdo más nada”. De esa noche no recuerda más de diez o quince segundos, lo indujeron a un coma y despertó luego de tres meses sin entender lo que había pasado.
Nerea y Matías sobrevivieron al dolor. Años y años de operaciones para mejorar sus cicatrices a través de injertos de piel. Aprendieron a caminar de nuevo y le hicieron frente al miedo que eso les generaba. Una niñez y una adolescencia interrumpida. “Me pasaban morfina por la vía, y me cepillaban las piernas, me ponían una venda en la boca para que muerda” recuerda el joven. Nerea llegó a pedir que dejaran de operarla, que prefería las cicatrices pero no podía soportar tanto sufrimiento hasta que la convencieron de volver a hacerlo. Matías pasó por 69 cirugías “Era prácticamente un bebé con trece años. Me veía como un monstruo, esa etapa fue muy dura” sostiene.
Cuando Nerea volvió a su casa luego de su internación volvió a encontrarse con su barrio y ese árbol gigante. A sus amigas dice no guardarles rencor por lo que le pasó, “Siempre agradezco que en ese momento no se me dio por abalanzarme arriba de alguna de ellas o quedarme ahí inmovil, o sea agarré y corrí, me podría haber quedado ahí en shock y no fue así, pero siempre agradecí que no le hubiera pasado nada a ellas” afirma. Confiesa haber recibido cartas de ellas mientras estuvo internada y que su sueño era volver a la escuela, pero los primeros dos años tuvo maestra domiciliaria.
“En el interín entre que los bomberos me sacaban a mí, y mi mamá y mis hermanas estaban en la calle, se escuchó un disparo, había sido la pareja de mi mamá que se había suicidado” confiesa Matías. Afirma que durante muchos años se habló de lo sucedido como un accidente ya que se trataba del padre de su hermana menor. Hoy es consciente de lo que pasó y aunque revuelva lo más temible de su pasado sostiene que es importante ponerlo en palabras. “Por suerte hoy se habla mucho más de la violencia hacia la mujer” celebra, y confiesa que su madre suele pedirle perdón, ya que él fue el que más secuelas tuvo de su familia, pero entiende que su madre no fue más que una víctima.
Después de los dos años en que Matías y Nerea permanecieron en rehabilitación volvieron a la escuela. Lo anhelado por ellos se terminó transformando en un calvario. Quemada de mierda, monstruo, chorizo quemado, son algunas de las palabras que recuerdan recibir por parte de sus compañeros y compañeras. “Yo no entendía porque me rechazaban tanto. Cuando era algo que yo no elegí, fue algo que me pasó. Por momentos me quería morir, no entendía porque me hacían eso, el bullying fue hasta los once años” recuerda Nerea y agrega “Yo en verano usaba polera, por ahí si yo estaba acá en casa y pasaba un chico, o alguien que yo no conocía me escondía, solamente con familia muy íntima me mostraba y estaba con remera. Al colegio iba en polera”. En el caso de Matías lo vivió entrando a su adolescencia “Yo no me subía a un colectivo, porque veía cómo la gente se codeaba para mirarme, daba la vuelta manzana para no pasar delante de grupos de chicos, y yo lo tomaba como normal, sentía que lo tenía que aceptar porque era mi vida. Pero no era justo. Viví acostumbrado a esas miradas, a lo que te preguntan, a cosas que te lastiman”, sostiene.
Los años posteriores al accidente para Nerea fueron un oasis de sensaciones. Cuando decidió empezar a mostrarse en público y a hacer actividades que la exponían a la mirada del otro, comenzó una relación de violencia. Tenía quince años cuando se puso de novia. A la violencia física se le sumó la violencia psicológica. Pudo ponerle un freno pidiéndole ayuda a un profesor. Tocó fondo cuando esa persona la fue a buscar armada a la escuela. “Ahí me di cuenta que nadie te tiene que desmerecer como persona. Yo en ese momento me sentía horrible, me hacía sentir un monstruo, me decía que me amaba y a la vez que nadie iba a querer estar conmigo” se sincera y afirma que hoy se siente muy bien con ella misma.
Muchas de todas esas sensaciones amargas que sintieron durante años empezaron a cambiar cuando desde la Fundación Mandinga Tattoo les propusieron tatuarles las cicatrices de manera gratuita. Los dos llegaron por diferentes motivos. En el caso de Matías fue casi de casualidad, por Lali Juárez, una de las representantes del espacio que lidera Diego Staropolis. Y en el caso de Nerea, porque su hermana se contactó con la fundación para que le tatúen las areolas mamarias, ya que las perdió en el accidente. Ahí consiguió su primera cita. “Cuando Diego me vio me dijo: yo a vos te cambio la vida por completo, si vos me lo permitís, yo te tatúo, te cambio por completo tus cicatrices y las convierto en una obra de arte” recuerda. Así empezó el vuelco que cambió su vida por completo.
Del miedo al dolor a reconocer las partes de su cuerpo. “Cada día es verme en el espejo y encontrarme con una mujer nueva, reencontrarme con mi sexualidad, me fortaleció mucho más, porque si bien tenía una forma de ser fuerte y siempre hice vínculos, esto me dio otro carácter, siento que sacó mi lado femenino” Nerea lleva puesta una mini y un top que deja ver casi la totalidad de su cuerpo. Tiene los labios pintados de un rojo vivo, ya no se avergüenza ni se oculta. Sus largas trenzas rozan su cintura, mientras habla, el sol que ingresa por la ventana le pega de costado. Su infancia y su adultez transcurrieron siempre en el mismo barrio. Se dedica a vender hamburguesas y comida vegana. Hoy vive con Nicolás, su pareja, la cual conoció bailando bachata hace siete años. En la casa de Nerea se respira arte, en una de las paredes de su amplio living se pueden ver fotos, discos pegados y una guitarra que era de su padre, en la otra, una extensa pintura de El Gran Cañón, conocerlo no sólo es su sueño sino también su objetivo.
Transcurrían unos meses del fatídico 2020 cuando a Matías le propusieron tatuarse sus cicatrices de manera gratuita y no dudó. El entusiasmo empezó a apoderarse de él cuando recibió una de las peores noticias que puede recibir una persona. Con su pareja estaban esperando gemelas, a los siete meses el parto se adelantó de manera inesperada y las bebas no pudieron resistir. “Diego me dijo algo que me quedó grabado para siempre, tus hijas van a ver a un papá todo tatuado y no todo quemado, eso hoy me parte al medio” Matías hace un silencio que ensordece, respira profundo y sigue “Prefiero quemarme mil veces más a que me vuelva a pasar eso”. Al cabo de unas semanas el joven volvió a llamar a Diego Staropolis, “Le dije me quiero empezar a tatuar, quiero hacer lo que me habías propuesto, me va hacer bien y me dijo venite mañana”. Así empezó a transformar sus cicatrices en arte. Todos los viernes se completa un tatuaje de estilo japonés que recorre su pecho, sus brazos y su espalda. Morocho, de barba larga y gran sonrisa. Para Matías los tatuajes no sólo lo ayudaron a sanar y a liberar su cuerpo de críticas sino también a encontrar un espacio de contención. Los tatuajes fueron el inicio de una etapa que tanto a Matías como a Nerea les cambió el parecer. Hoy reciben mensajes de agradecimiento de personas desconocidas por las redes sociales.
Los Fenix de Mandinga, así se llama el grupo de sobrevivientes al dolor que se formó en la casa de tatuajes ubicada en Villa Lugano. “Hoy en día nos hacemos chistes de que parece más una clínica que un lugar de tatuajes, porque la gente después de conocer mi historia y la de mis compañeras se animó un montón” bromea Matías. Tanto él como Nerea recalcan lo importante que fue la llegada de este grupo a sus vidas. “Cuando estaba con una depresión muy fuerte llegó Mandinga” confiesa Nerea, ya que al cabo de muy poco tiempo perdió a su hermano y a su padre y le fue muy difícil poder salir del pozo depresivo en el que entró. “En la intención de tapar las cicatrices con tatuajes llegaron un montón de cosas. Yo esto es algo que no hablaba ni con mi hermana, ni con mi pareja ni con nadie” afirma Matías, que cree que los tatuajes fueron el comienzo de un gran cambio. “Hay una conexión muy hermosa, Diego siempre dice que el tatuaje es una excusa, acá lo importante es lo que nace de acá en adelante. Cuando uno tiene un accidente así piensa que es la única persona en el mundo que está sufriendo. Pero cuando empezás a conocer más historias te das cuenta que no sos la única persona. Hay muchas personas que están atravesando por lo mismo” confiesa la joven. Para ambos encontrarse con gente que pasó por la misma situación fue conmovedor, ya que en su infancia y en su adolescencia no tuvieron la oportunidad de toparse con nadie que les diga que no están solos, que los van a querer y que el futuro es posible.
El objetivo de los tatuajes sanadores no sólo tiene que ver con hacer de las heridas una obra de arte si no hacerlas nuevamente carne. Para reconstruir todo aquello que no se dijo o se dijo muy por lo bajo. Hoy son muchas las personas que se animan a hablar y a contar sus historias. Las redes sociales tuvieron un valor fundamental para que se puedan tejer, valga la redundancia, redes de acompañamiento y contención. Si bien para Los Fenix de Mandinga los años de bullying y de odio son insalvables, la apertura de una nueva etapa llegó indudablemente para sanar y para reconstruir todas las partes rotas que parecían irreparables. Así lo siente Nerea Zuk: “Hoy en día siento que esa nena que salió a jugar volvió a la casa y está sana y salva”.